En la Europa convulsa del siglo XI, un niño de solo catorce años acaba de ser elegido Papa, gracias a la generosa contribución hecha por su padre, el conde Alberico III de Tusculum, a los cardenales electores. Ni nos debemos sorprender ni escandalizar. La Iglesia, inmersa en la más cruda de las corrupciones, era presa de la simonía más descarnada. Benedicto IX, el nuevo Papa-niño, era sobrino de Benedicto XIII y Juan XIX, el Papa más depravado y traidor de la época, lo que obligó al joven Teofilatto a huir de Roma temiendo por su vida, no regresando hasta la muerte de su tío y Papa. Víctima de los tiempos, Benedicto IX fue un demonio disfrazado de Papa y, en palabras de Pedro Damiano, un santo de aquella época: “Benedicto fue un desventurado desde el inicio de su pontificado, regado con vino y sangre a partes iguales, hasta el final de su existencia, regocijándose en la inmoralidad”. En la Europa del año 1000, la Iglesia aprovecha el terror popular al nuevo milenio para subyugar, todavía más, a un pueblo atemorizado con las penas del infierno, mientras los purpurados de Roma vivían en la opulencia, la depravación y el libertinaje, y el clero menor estaba más preocupado en comer que en rezar. Solo tras el Sínodo de Roma de 1046, el emperador Conrado II logra imponer cierta cordura en una Iglesia con tres cabezas reinantes: al Papa Gregorio le condenó por simonía y fue desterrado a Alemania, el Papa Silvestre fue reducido al estado lego y Benedicto IX, el más díscolo de los tres, fue obligado a encerrarse en un monasterio hasta el final de sus días.